«El día que aprendí a quererme amé mi nombre y mis apellidos. Me imaginé en todas las situaciones pasadas y me vi exageradamente guapa. Reivindiqué todas y cada una de mis decisiones, siendo tan consciente de mis fallos que no tuve más remedio que gritar que volvería a repetirlos. Viaje a aquella ciudad y me pedí perdón de la mejor manera que supe, volví a todos los lugares donde aprendí a ser fuerte, recogí todas las lágrimas que perdí en balde. Sentí que «perder» era un verbo que conjugaba diferente. Era tan exacta que nunca más volvería a calcularme. El día que aprendí a quererme no hubo nombre que se me cruzara capaz de hacerme daño, no hubo pintalabios que se resistiera a mi boca, no existía palabra demasiado grande. Me gusté sencilla porque aprendí que en la sencillez está el arte. Pero lo que de verdad aprendí es que una persona es realmente maravillosa cuando es auténtica. Eso es todo.»
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